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The Mexicanas es un juego de dobles series y dobles exposiciones; un juego cuyo tablero recuerda a un antiguo diaporama abigarrado.

La primera de estas series, de comienzos de 2015, consiste en imágenes que parecen salir del cajón de un recolector de fotografías olvidadas: escenas perdidas de diarios de viaje que habrían pasado por demasiadas manos y demasiadas mudanzas; sobrexpuestas, acumuladas, desasidas de un tiempo o un espacio concretos.

Imágenes de la Ciudad de México, tan encantadoras en sus efectos de superficie — velados, tintes, perforaciones, superposiciones— como aparentemente carentes de intención.

Así, más que mostrar, estas imágenes son ante todo pequeños ejercicios de obstrucción de la mirada: telas, pliegues de terciopelo, cortinas de rafio y lonas desplegadas que interponen un tamiz tras otro; ramas y árboles que son más bien telares o encajes; velos que son también cristales, reflejos y texturas.

Tras este desfile de gasas, imágenes estereotipadas aparecen y desaparecen delante de los ojos al ritmo del giro de un carro de postales en un mercado de chacharitas: automóviles gringos en aparente desuso, fachadas de hotel, puestos callejeros de tortas, carteles publicitarios con figuras de charros, ilustraciones decó de elegantes mujeres, miniaturas de bailarinas de plástico barato, el cuello en pico encarnado de la camisa de un pachuco, lámparas chinas, sombreros de paja de doble ala, la larga pluma de un faisán.

Imágenes que no llegan a tiempo: cancelas cerradas, toldos de lona cruda asegurados por cuerdas que parecen componer un campamento urbano, o una unidad policial cruzada, en primer término, por una figura a caballo a punto de desaparecer.

Pero también, y por último —como una intrusa en esta serie que parece anunciar la siguiente— vemos el cuerpo sin cabeza de una mujer; las manos a la altura de sus caderas y el pliegue de su falda amarilleada por los químicos del celuloide. Como si este otro mundo, entre el estereotipo y la opacidad, no fuera el suyo en absoluto.