El deseo de tener un hijo, un embarazo. Habitar un cuerpo ajeno, perfecto. Parir, los pechos llenos de leche, el delirio de los primeros meses. Un espacio atemporal, sin forma, día y noche se suceden sin divisiones. El placer de ese pequeño cuerpo pegado al mío, a mi pecho, amamantar cada tres horas, dormitar, delirar, el agotamiento. Un cuerpo que se alimenta de mí. Tantas emociones intensas, contradictorias, sorprendentes. Y en algún momento, un deslizamiento a otra escena, un movimiento imperceptible, radical. Insomnio, pensamientos circulares.
De pronto me encuentro en un paraje que me aterra. Un tránsito lento y tortuoso por un túnel oscuro. Mi cuerpo me urge a entrar, a escuchar. Los recuerdos que se agolpan en el cuerpo. Me quedo quieta, escuchando la voz que habla en mi cabeza. Alerta. Replegada hacia dentro, ensimismada, suspendida entre dos tiempos. Tengo miedo de moverme, cualquier movimiento puede provocar un derrumbe, puede dejar salir monstruos insospechados, aterradores. Mi miedo de niña. El miedo a lo de adentro. Los juegos, el cariño, el contacto, las fotos me devuelven al presente por un rato. Sensaciones intensas, placenteras que lo dominan todo. Y a la vez, son mis niños los que me convocan a esa otra escena.






